Las transnacionales más conflictivas: quién está detrás de la injusticia ambiental
Un mundo sin comunidades y territorios explotados exige legislación, pero también un cambio moral

Toda actividad social y económica consume materiales y energía, elementos esenciales para el sustento de nuestras vidas y sociedades. Pero esta necesidad orgánica convive con una profunda desigualdad. Las sociedades más acaudaladas, especialmente en el Norte Global, requieren cantidades desproporcionadas de recursos para mantener estilos de vida marcados por la opulencia y el consumo fútil.
La opulencia y la futilidad tienen consecuencias significativas, ya que la extracción, transformación, transporte y desecho de estos materiales y energía generan impactos ecológicos y sociales que nadie quiere asumir. El nivel desproporcionado de consumo actual de las sociedades occidentales sólo se puede sostener a expensas de imponer los impactos a otras regiones del planeta.
Las corporaciones extractivas transnacionales desempeñan un papel central en este desplazamiento de impactos. Éstas actúan como vectores de opresión que conectan el consumo desmesurado de las minorías acaudaladas del Norte Global con el sacrificio de comunidades en el Sur Global. Ahora, gracias a los datos del Atlas de Justicia Ambiental (EJAtlas), hemos podido cuantificar que la mitad de los conflictos asociados a proyectos de extracción de energía y materiales en el Sur Global involucran a transnacionales del Norte Global.
Pero más allá de las cifras y las cuestiones económicas, están las personas. Estos conflictos ambientales −proyectos cómo minas, gasoductos o plantaciones que suscitan resistencia de poblaciones locales− suponen un aumento de la violencia y la militarización, violaciones de los derechos de las mujeres, y una pérdida de modo de vida, despojo de tierras y pérdida de conocimiento tradicional. Vemos represión, criminalización y asesinatos de defensores ambientales, desplazamientos forzados, y corrupción. Las empresas multinacionales no sólo imponen daños ambientales del norte hacia el sur, sino que lo hacen con especial virulencia y desprecio a las comunidades afectadas y sus condiciones de vida.
Un ejemplo es la mina de oro de Porgera, en Papúa Nueva Guinea, participada por la canadiense Barrick y la china Zijin. Esta infame mina ha conducido a numerosas denuncias de vertidos contaminantes que matan los ríos y privan a las comunidades locales de sus fuentes de agua y vida. Cuando las comunidades protestan o buscan alternativas económicas, la represión es brutal, habiéndose registrado ejecuciones extrajudiciales y violaciones grupales por parte del personal de seguridad privada y la policía. Y mientras los impactos se quedan en Porgera, el oro se exporta para satisfacer la lujuria de una minoría.
Son notorios los historiales de violaciones a los derechos humanos y ambientales de grandes transnacionales como estas. En el EJAtlas identificamos que tan solo 100 corporaciones superconflictivas, el 2% de nuestra muestra, están involucradas en uno de cada cinco conflictos ambientales a nivel mundial. Dentro de este selecto grupo encontramos a empresas españolas y latinoamericanas como Repsol, Vale, Petrobras, Naturgy, Iberdrola, Sacyr, Ecopetrol, Cemex, FCC o Acciona.
Estos resultados nos plantean una gran oportunidad para la justicia ambiental, que a su vez es una responsabilidad inaplazable. La adopción de legislación vinculante y de obligado cumplimiento que regule las actividades de unas pocas transnacionales puede revertir en grandes beneficios para ecosistemas y comunidades oprimidas alrededor del planeta.
La Unión Europea debe enfrentar esta responsabilidad y mantenerse firme con la legislación de Diligencia Debida en Sostenibilidad Empresarial, que obliga a las empresas europeas a respetar los derechos humanos y ambientales en todo el planeta. Esta legislación se ve amenazada por el paquete de desregulación ómnibus presentado en respuesta a la amenaza de Trump. Bruselas debería repudiar estas desregulaciones si no quiere dar carta blanca a la impunidad corporativa y perder una oportunidad única para responsabilizarnos de los impactos sociales y ambientales que Europa injustamente impone al mundo.
Es evidente que cambios institucionales de este calibre deben ir acompañados de cambios en las normas morales de la sociedad. Un mundo más justo, donde no se sacrifiquen comunidades y territorios a gran escala en el altar de la opulencia de una minoría, más que legislación, necesita un cambio de paradigma. Tenemos que adoptar una ética socioecológica global y hacernos cargo de los costes socioambientales intrínsecamente ligados a nuestro estilo de vida.
Ser responsables socioecológicamente va de reducir la distancia, la intensidad y la velocidad de las cadenas de suministro de materiales y energía mientras reforzamos los intercambios internacionales de arte, conocimiento y tecnología. Va de reducir el consumo material de la economía y revalorizar los sectores de los cuidados, la cultura, y el conocimiento que realmente le dan sentido a la vida.
Pero, sobre todo, esto va de respetar a todas las comunidades del mundo cómo iguales dentro de la pluralidad, como si realmente nos creyéramos la palabra humanidad. Y el día que desde el Sur digan basta de explotar los recursos de nuestra tierra y cargarnos con vuestros impactos, escuchémoslos con comprensión y aceptemos que ha llegado el momento de desmantelar las empresas transnacionales, cambiar las normas de la economía y transformar nuestras sociedades.
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