No me olvides
Recuérdame siempre cuando tenía la sangre que no paraba de bailar, cuando el viento tocaba la gaita hasta el canto del gallo

Es de esos que han dado muchos tumbos en su vida. Los párpados los tiene casi rojizos, chambuqueados, grandes como si fueran mejillones pasados por la sartén. Si fueran gaviotas, o mirlos, o lo que fuese, sin duda se echarían a volar. El cuerpo es de esos alargados, un cuerpo de alambre, diezmado por el hambre, un cuerpo que ya no sabe dónde meterse de tanto menearlo. Un paisano con boina, diría, de esos pardillos que llegaron a la ciudad y no saben por dónde empezar ni acabar.
Y ahí lo tienes, al borde de la mesa, tirando del mantel, derramando las copas de vino, un tinto enfadado, de los peleones, de los que te gatean por el paladar y te da arañazos como si fuera un gato, una fiera. Ahí lo tienes, hecho un guiñapo, los ojos achinados, alfileres que pinchan. Mira alrededor. Los mismos rostros de siempre. El mismo vivero de toda la vida. Ellos con sus caras de enfado, ellos, los mismos pájaros de siempre, picoteando las semillas, apretando los puños, para que nadie les arrebate su silbido, para que nadie se lleve ese pequeño canto que se les estrangula garganta adentro.
No me olvides, no me dejes tirado en esta ladera. Por eso nos vestimos color frambuesa y posamos delante de los focos. Para que el tiempo se encienda y que el olvido se apague. Por eso, también, multiplicamos los disparates. Compramos bananas por una millonada y luego nos las zampamos, mientras otro, un anciano, viudo, pobre, se queda todas las noches a dormir en un sótano por un puñado de billetes que caben en una caja de cerrillas. Y así sigue el circo, mientras uno tira del mantel y limpia las migajas, mientras las gaviotas se transforman en buitres y los mejillones pierden el salitre de los ojos, y dejan de picar.
Porque un día paramos de llorar. Nos limpiamos los mocos con la manga. Dejamos que los muslos se diluyan, que las palabras se disuelvan. Un día dejamos que la sangre deje de bailar. Nos olvidamos de los inuit, que se pudran con el deshielo, que se los coman los osos polares o se los zampen las orcas. Nos olvidamos hasta de nuestros padres, atrapados en las buhardillas de sus residencias. Mirando por las rejillas un trozo de cielo que les sabe a mazapán, que les gustaría masticar. Ahí se quedan en los cajones, dándole a la cuchara, chupando el chupito de anís mientras la pantalla pestañea y la tarde va a su bola.
No me olvides, dicen mientras levantan la mano, para otro sorbo más. Incluso cuando el azul se haya apagado, no me olvides. Incluso cuando los hombres dejen de girar como girasoles, cuando las calles se queden patas arriba, porque por ese trozo de acera estuviste pisando fuerte, piernas, trasero, porque tuviste el escote erguido de proa. Nos quedaremos sin mandíbulas, con apenas huesos puestos encima. Nos quedaremos en remojo, mirando como búhos el tiempo que se nos va de las manos. Y por mucho que te metan la cuchara en la boca, no habrá quien se trague esta sopa que sabe a nécoras.
No me olvides, cuando ya no sea nada más que nadie. Cuando ya no queden ni las estrellas para recordarme, cuando ya ni de las trincheras saldremos. De pronto silba el pitillo, se escuchan movimientos en la colina, a la vuelta del pasillo, un ronquido, algo, alguien que susurra, como si fuera todavía un campo en flor. Ahí está el vecino, o era una vecina, no importa. Era un durmiente en el valle de su litera con la bala metida hasta el corazón. Las horas van refinando el alquitrán y, así, borrachos, ebrios hasta la médula, escuchamos pasar el tiempo, escuchamos sonar las trompetas, crecer la hierba, soplar los vientos, que nadie nos quite lo bailado.
Uno quisiera ponerse de pie, menear el trasero una última vez, como cuando eran tiempos de verbena. De pronto, uno se hace risueño, sonríe como un gorrión. Recuerda el olvido que seremos, la fiesta de quienes bailaban bajo el cielo estrellado. Los ojos eran verde orujo, de los de hierbas de antaño, de los que zumban en la garganta y te dejan tieso al primer trago. Ahí lo tienes ahora, todo hecho un crío, un chaval. Se agacha para coger las colillas de los pitillos. Estamos de vuelta, en la taberna que ya no existe. Ahí, en ese valle de los verdes, chamuscado, con el licor que se desparrama por todo el cuerpo.
Estamos de vuelta en ese valle, el de los ojos verdes antes de los bosques. Escucha. Serán los lobos. O serán los hombres con sus cabezas rapadas. Serán ellos que bajan hacia el pueblo. Ahí abajo están los nidos con sus casas sueltas, un puñado de chozas que perrean entre las nalgas de las colinas. Ahí están las casas con sus ventanas que menean el rabo, felices de saber que vienen, que los lobos, que los hombres, vuelven. No me olvides. Un día he sido. Un día he vivido en medio de esos verdes.
Recuérdame siempre cuando tenía la sangre que no paraba de bailar, cuando el viento tocaba la gaita hasta el canto del gallo. Y así, bajo el cielo, bajo del sol que cae a pico, recuérdame dando brochazos, soltando perdigones hasta reventar, de cuando la vida subía, se hacía alas, de cuando éramos pájaros y sabíamos lo que era volar sin tenerle miedo a la grandullona.
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