Reacción

Acorralado por la acumulación de desastres que ha supuesto su primer annus horribilis -huelga general, crecimiento de la delincuencia, burbuja inmobiliaria y descontrol del paro y la inflación-, catastróficamente coronado por el naufragio del Prestige, el presidente Aznar ha salido del paso encastillándose en el búnker de la más reaccionaria represión. No tenía por qué ser así, pues hay otras maneras de hacer frente a las responsabilidades. Por ejemplo, acudir al Congreso para rendir cuentas ante los diputados. O también podría rectificar, como ha hecho en el campo laboral, aunque no haya sido personalmente -su arrogancia se lo impide-, sino a través de Zaplana. Pero nada de eso. Lejos de dar la cara, con la coartada de la seguridad pública, ha optado por restaurar la reacción represora.
Cabría pensar que así es el carácter de Aznar. Pero hay otra forma de verlo, y es considerar que se trata de un vicio asociado al cargo. Dados los precedentes de nuestra cultura política -la variante española del parlamentarismo presidencialista-, todo jefe de Gobierno se siente obligado a comportarse del mismo modo, que es el de eludir sus responsabilidades y componer la figura, escudado en el más rancio sostenella y no enmendalla. Así pasó con González, que sólo supo reaccionar, ante su rosario de anni horribiles, con la negación de la evidencia y su renuncia a rendir cuentas y asumir responsabilidades. Pero al menos González, cuando fue desautorizado por una masiva huelga general, tuvo el reflejo progresista -aunque no llegó a rectificar- de universalizar las pensiones contributivas.
Pues bien, situado ante análoga tesitura -huelga general que le desautoriza, deterioro de la seguridad ciudadana, opacidad económica, escándalo del Prestige-, Aznar ha optado por imitar a González en casi todo -al negar la evidencia y renunciar a rendir cuentas- excepto en la coartada defensiva usada como reacción de tapadera. En lugar de un reflejo progresista como el de aquél -extendiendo la cobertura universal de los derechos sociales-, éste ha tenido otro absolutamente reaccionario, al decretar una antigarantista contrarreforma penal que recorta los derechos fundamentales de los ciudadanos. Porque además llueve sobre mojado, pues tan regresiva reacción viene a reforzar el resto de contrarreformas -fiscal, laboral y educativa- que constituyen la segunda transición prometida por Aznar, amenazando con desandar -de retorno hacia el pasado más reaccionario- el tortuoso sendero de progreso constitucional que veníamos trabajosamente recorriendo de 1975 a 1995.
Para ser justos, reconoceré que una cierta parte de la letra de esta contrarreforma penal incluso me parece bien. Me refiero a dos aspectos sobre todo, que son los relativos a la reparación de las víctimas -las grandes olvidadas por la punitiva tradición penalista española- y a la penalización preventiva de la reincidencia en los delitos menores -el gran éxito del alcalde Giuliani en la lucha contra la criminalidad de Nueva York-, pues así se detiene desde su origen la propagación en cadena del efecto-contagio. En cambio, otros aspectos -como el endurecimiento de las penas, el bloqueo de la reinserción y sobre todo la reducción de garantías procedimentales- me parecen absolutamente rechazables. Pero con todo, lo peor no es la letra de la contrarreforma, sino su espíritu de Antiguo Régimen, que nos devuelve la memoria punitiva del Leviatán absolutista.
El sistema penal es la base del orden social, pero para el liberalismo garantista, las penas preventivas -y nunca punitivas- sólo pueden ser el reverso de los prioritarios derechos. Pues hacer de Leviatán un monstruo amenazador que sólo distribuye penas y castigos, pero no garantías ni derechos, significa retrotraernos a la más arcaica demo-cracia protectora denunciada por Maherson. Y semejante liberalismo represivo haría de España una monstruosa colonia penitenciaria como la narrada en el ominoso relato de Kafka.
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