window.arcIdentityApiOrigin = "https://publicapi.elpais.diariomaranhense.net";window.arcSalesApiOrigin = "https://publicapi.elpais.diariomaranhense.net";window.arcUrl = "/subscriptions";if (false || window.location.pathname.indexOf('/pf/') === 0) { window.arcUrl = "/pf" + window.arcUrl + "?_website=el-pais"; }Por una frasecilla se pierde un gran amor | Opinión | EL PAÍSp{margin:0 0 2rem var(--grid-8-1-column-content-gap)}}@media (min-width: 1310px){.x-f .x_w,.tpl-noads .x .x_w{padding-left:3.4375rem;padding-right:3.4375rem}}@media (min-width: 89.9375em){.a .a_e-o .a_e_m .a_e_m .a_m_w,.a .a_e-r .a_e_m .a_e_m .a_m_w{margin:0 auto}}@media (max-width: 35.98em){._g-xs-none{display:block}.cg_f time .x_e_s:last-child{display:none}.scr-hdr__team.is-local .scr-hdr__team__wr{align-items:flex-start}.scr-hdr__team.is-visitor .scr-hdr__team__wr{align-items:flex-end}.scr-hdr__scr.is-ingame .scr-hdr__info:before{content:"";display:block;width:.75rem;height:.3125rem;background:#111;position:absolute;top:30px}}@media (max-width: 47.98em){.btn-xs{padding:.125rem .5rem .0625rem}.x .btn-u{border-radius:100%;width:2rem;height:2rem}.x-nf.x-p .ep_l{grid-column:2/4}.x-nf.x-p .x_u{grid-column:4/5}.tpl-h-el-pais .btn-xpr{display:inline-flex}.tpl-h-el-pais .btn-xpr+a{display:none}.tpl-h-el-pais .x-nf.x-p .x_ep{display:flex}.tpl-h-el-pais .x-nf.x-p .x_u .btn-2{display:inline-flex}.tpl-ad-bd{margin-left:.625rem;margin-right:.625rem}.tpl-ad-bd .ad-nstd-bd{height:3.125rem;background:#fff}.tpl-ad-bd ._g-o{padding-left:.625rem;padding-right:.625rem}.a_k_tp_b{position:relative}.a_k_tp_b:hover:before{background-color:#fff;content:"\a0";display:block;height:1.0625rem;position:absolute;top:1.375rem;transform:rotate(128deg) skew(-15deg);width:.9375rem;box-shadow:-2px 2px 2px #00000017;border-radius:.125rem;z-index:10}} Ir al contenido
_
_
_
_
TRIBUNA
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Por una frasecilla se pierde un gran amor

Ensayar metáforas nuevas puede crear una nueva comprensión, y, en consecuencia, nuevos mundos

Por una frasecilla se pierde un gran amor. Irene Vallejo
Irene Vallejo

Quien lo probó lo sabe. Una simple palabra puede iluminar el día o herirlo, darte alas o hundirte. Algunas frases despectivas se clavan en el tejido de la memoria y el daño arde a pesar de los años. Un comentario agrio puede agrietar una amistad o helar el deseo que empezaba a nacer. Por eso la hostilidad roba tantos afectos y aciertos. Ya lo advertía el Libro de buen amor: “Por una frasecilla se pierde un gran amor, por pequeña pelea nace un fuerte rencor; el buen hablar siempre hace de lo bueno, mejor”.

Las personas, las generaciones, los países parecen aislarse, cada vez más solos y soliviantados. Las distancias se dilatan, y olvidamos cómo hablar el lenguaje de la cercanía, de la suavidad. El imaginario del combate se ha incrustado en nuestro pensamiento hasta teñir las situaciones cotidianas con colores bélicos. Imaginamos que todo obedece a una lógica guerrera. El amor es conquista. Sobrevivir implica batirse en la lucha por la vida. El éxito exige vencer a los adversarios, humillar cuenta como herramienta política. Incluso terrenos que solían ser pacíficos sufren rearmes constantes, como la batalla cultural. Toda discusión es una pelea que ganamos o perdemos. Confundimos error y derrota. Tiene más prestigio ser duros que flexibles, agresivos más que agradables. Entre los sentimientos, apelan al resentimiento; las actitudes se exasperan y las conversaciones derivan en apocalípticas riñas sin cariño.

A menudo, nos comportamos como si el encuentro con otros se redujese a dirimir rivalidades y desafíos. Georges Lakoff y Mark Johnson lo analizan en su ensayo Metáforas de la vida cotidiana. Hablamos de la discusión como de una guerra, donde atacamos los puntos débiles del discurso del otro, defendemos nuestras tesis, damos en el blanco con nuestras críticas y queremos destruir el argumentario del bando contrario. Llegamos a decir frases tan armamentísticas como “¿No estás de acuerdo? Dispara". Al mirar el lado beligerante de los desacuerdos, esta metáfora casi invisible impide que nos concentremos en otros enfoques. “Alguien que discute con otro está dedicándole su tiempo valioso, en un esfuerzo común de mutuo entendimiento. Pero, preocupados por los aspectos bélicos, a menudo perdemos de vista los aspectos cooperativos”. Lakoff y Johnson invitan a imaginar una cultura donde discutir no consista en vencer o ser vencidos, atacar o defender, ganar o perder terreno, sino en danzar. Los participantes serían bailarines y, en esa sociedad de polifonías y coreografías, nuestras acciones y conversaciones aspirarían a la elegancia, el equilibrio y la belleza estética.

Solemos olvidar la importancia crucial de las metáforas. Las consideramos un recurso literario de poetas, un adorno. De hecho, la mayor parte de la gente cree que puede sobrevivir sin ellas. No somos conscientes de su presencia constante, del modo en que impregnan la vida cotidiana: no solo el lenguaje, también el pensamiento y la acción. Dan forma a las percepciones, a la mirada sobre el mundo, a nuestras actitudes y relaciones con las demás personas. “Palabra” procede del griego parabolé, que significa “comparación”. Cuando nuestros antepasados aprendían a hablar y aún no sabían cómo nombrar las cosas, buscaban parecidos, igual que hacen los niños. Por eso, en los términos de nuestro vocabulario habitual hay tantos símiles camuflados. “Rival” viene de “río”, porque en el mundo rural de los romanos antiguos el gran adversario era quien ocupaba la otra ribera de un arroyo. Este término tan corriente —nunca mejor dicho— evoca un paisaje a orillas del agua y relata una larga historia de sed, asentamientos y vecindades. Hablar, incluso en el día a día, es una actividad poética.

Al escuchar discursos políticos, atendemos al contenido, sin reparar con el mismo cuidado en los símiles, las metáforas y las argucias. Esos aparentes adornos delimitan el marco de pensamiento y justifican las estrategias. En esta época de mensajes viscerales, todo es descrito como una batalla, pero quienes de verdad sostienen la guerra o el exterminio no los nombran, parapetados tras imágenes higienizadas como “limpieza”, “seguridad” o “pacificación”. Otro ejemplo revelador es la metáfora de la enfermedad. Llamar “cáncer” a las ideas del adversario no implica solo acusarlas de ineficaces o equivocadas; significa que son mortíferas y hace falta extirparlas cuanto antes. La amenaza del tumor justifica el sufrimiento que provoque la operación. Quienes proponen medidas dialogantes contribuyen con su cobardía al crecimiento del mal. Una sola palabra transforma el contexto de forma persuasiva pero inconsciente —inconsciente para quien escucha, porque los líderes eligen los términos de forma muy deliberada, sembrando de trampas verbales los campos semánticos del debate—.

A su vez, como ya analizó Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas, trasladamos el lenguaje bélico al vocabulario del cáncer. “La metáfora militar apareció en medicina hacia 1880, al identificar la enfermedad con una ‘invasión’. También el tratamiento sabe a ejército. La quimioterapia es una guerra química. No hay médico, ni paciente atento, que no sea versado en esta terminología militar”. El símil de la batalla intenta ser movilizador: hay un premio para el luchador que se aferra a la vida. Sin duda, el coraje ayuda a sobrellevar la vida cotidiana, pero el éxito del tratamiento depende sobre todo de un diagnóstico a tiempo, de invertir recursos en sanidad e investigación, de los medios y del equipo médico. Al final, esas frases bienintencionadas pueden suponer una carga, culpabilizando al enfermo por su supuesta derrota. Desde sus orígenes, la medicina ha recorrido un largo camino para liberar al paciente de la responsabilidad por su mal. Hace más de 20 siglos, el filósofo Epicteto resumió esta actitud comprensiva y humanista en una máxima: “Ni vergüenza ni culpa”. Ante la salud no hay vencedores ni vencidos: los enfermos no son guerreros.

En un cuento de David Foster Wallace, dos pececillos se cruzan con un pez más viejo, que saluda amablemente: “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?“. ”Buenos días. Una mañana preciosa", responden los jóvenes. Continúan nadando un trecho y, al poco, uno de ellos mira al otro y pregunta: “¿Qué demonios es el agua?“. Muchas veces, lo más cercano y esencial es aquello que más cuesta ver y lo más difícil de explicar, como el agua donde vivían los peces de la fábula. Nosotros, bañados en el lenguaje, no somos conscientes de su trascendencia: las palabras modulan y modelan la realidad que respiramos.

La oratoria importa, contagia emociones. Existe un universo verbal que inunda nuestras mentes y condiciona nuestra percepción. Las frases hechas, las expresiones aprendidas, la semántica que expanden los líderes, la cultura o los medios definen nuestras realidades cotidianas, modelan nuestra mirada y dibujan un paisaje de causalidades. Por eso, ensayar metáforas nuevas puede crear una nueva comprensión, y, en consecuencia, nuevos mundos. Tenemos el ignorado poder de contemplar la vida a través de metáforas alternativas. Allí donde invocan guerras y trincheras de ideas podríamos, por ejemplo, convocar la imagen del baile. Conversar vendría a ser como salir a la pista de baile y ensayar una serie de piruetas sutiles y compartidas. Danzamos juntos si estamos dispuestos a acompasarnos con quien nos habla, a tono y en equilibrio. Podríamos abandonar la lógica de nuestro divisivo algoritmo para abrazar la del ritmo; no acorazarnos, sino acompasarnos; en lugar de armas, armonías.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad , así podrás añadir otro . Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_