Educar en lo invisible
Es urgente hablar de emociones, aprender a nombrarlas, abrazarlas, vivirlas. Necesitamos hacerlo porque nuestros niños, niñas y jóvenes enfrentan una tormenta silenciosa de ansiedad, frustración y soledad

¿Qué es educar en las emociones? ¿Podemos enseñar a sentir? ¿Es posible aprender a vivir mejor emocionalmente mediante una asignatura? Estas preguntas surgen a propósito del proyecto que cursa en el Congreso colombiano, que busca implementar una cátedra de educación emocional en todos los niveles escolares.
Aplaudo la intención. Es urgente hablar de emociones, aprender a nombrarlas, abrazarlas, vivirlas. Necesitamos hacerlo porque nuestros niños, niñas y jóvenes enfrentan una tormenta silenciosa de ansiedad, frustración y soledad. Y también porque los adultos debemos recordar que sentir no es debilidad, sino una parte esencial de nuestra humanidad.
Solo el hecho de plantearnos estas preguntas refleja un cambio valioso: estamos reconociendo la importancia de una educación sentimental, que se preocupe por la salud mental y el desarrollo integral. Ahora bien, lo que me inquieta es que la solución vuelva a ser, una vez más, una cátedra adicional.
En el sistema educativo colombiano, el currículo ya está saturado de asignaturas impuestas por mandatos legislativos. He contado más de quince proyectos pedagógicos obligatorios: medio ambiente, tiempo libre, justicia, paz, sexualidad, emprendimiento, derechos humanos… cada uno con su Ley, su formato, su carga. Y, sin embargo, ¿hemos educado mejor? ¿No estaremos creando cátedras adicionales para cubrir lo que una educación esencial debería ofrecer por sí misma, que es educar para la vida?
¿Qué pasaría si la historia, la filosofía, el lenguaje y las artes fueran los caminos para educar en lo emocional, lo ambiental o lo humano? Hablamos de territorios donde es posible acompañar las pasiones, comprender el mundo y aprender a vivir. Tal vez lo que nos falta es sentido y propósito para orientar el currículo básico hacia un proyecto de ciudadanía humana.
La palabra emoción proviene del latín emotio, que significa “impulso que mueve hacia fuera”. Educar las emociones no es algo que se dicta, sino una experiencia que se vive. No basta con definir qué es la tristeza o crear una cartilla del autocuidado. Se trata de ofrecer a los estudiantes lenguajes para interpretar lo que sienten, para hacerse preguntas, para comprender lo que les pasa por dentro cuando el mundo se agita por fuera.
Como diría Aristóteles, educar no es solo transmitir conocimiento, sino formar el carácter, habituar al corazón a desear lo bueno. Las emociones, lejos de ser impulsos irracionales, son parte del alma que puede cultivarse, ordenarse y afinarse. Así como educamos el gusto, podemos educar el sentir. Lo importante no es “sentir menos”, sino sentir mejor: con sabiduría, con templanza, con apertura al otro.
Y esos lenguajes no nacen en una hora semanal de clase adicional. Nacen en el encuentro con la literatura, el arte, la música, el silencio. Nacen cuando un poema nos ayuda a decir lo que no sabíamos que sentíamos, cuando una imagen nos quiebra o una canción nos salva.
Educar sentimentalmente es unir corazón y mente. Tal vez la verdadera revolución consiste en reivindicar la lectoescritura, el arte, el cuerpo, la conversación y la filosofía como territorios de aprendizaje emocional. En comprender que educar en lo simple —leer, escuchar, compartir, crear, pensar— es también educar para lo noble y lo profundo.
Leer, por ejemplo, es una de las formas más íntimas de aprender a sentir. La literatura nos permite habitar otras vidas, ponernos en la piel del otro, comprender lo que duele, lo que enamora, lo que transforma. Al leer, experimentamos la compasión —del latín comio, “padecer con”—. Nos habilita en la capacidad de sufrir con otros, de comprender sin juzgar, de imaginar posibilidades distintas. La lectura nos entrena en la empatía, que más que un concepto, es una vivencia: ese estremecimiento silencioso cuando una persona pierde a alguien, cuando una historia se parece a la nuestra, cuando el lenguaje nos refleja y nos revela.
Mario Vargas Llosa, tan recordado en estos días por su partida, en su Elogio de la lectura y la ficción nos dice que leer nos hace más libres, más humanos; nos enseña a ponernos en la piel del otro, a comprender lo que no somos y a imaginar mundos posibles. Tal vez por eso la lectura es una de las formas más completas de educación emocional: porque nos transforma sin decirnos qué hacer, porque nos toca sin imponerse. Porque si la ponemos al servicio de las emociones, una lectura con sentido puede ofrecer los escenarios más propicios para comprender la complejidad humana.
Martha Nussbaum propone que las emociones son juicios cargados de valor, expresiones de lo que consideramos importante. Educar emocionalmente, entonces, no es solo un ejercicio afectivo, sino una tarea ética: enseñar a valorar, a cuidar, a conmovernos con lo que es justo, bello o vulnerable. Sin esa educación del sentir, no hay ciudadanía que resista el odio, ni humanidad que florezca.
La gran transformación educativa en torno a lo emocional no vendrá pues de una nueva cátedra, sino de una mirada profunda sobre cómo enseñamos a habitar el mundo. Y esa idea comienza por devolverle a la lengua su poder curativo, a las artes su función formadora, al cuerpo su sensibilidad, a la palabra su capacidad de construir refugio.
Propongo entonces que meditemos juntos, como país, si lo que necesitamos son más cátedras o más conciencia sobre las asignaturas esenciales: lenguaje, artes, historia, filosofía. Si podemos reencontrarnos con la potencia humanizante de la lectura, la conversación y las preguntas que no buscan nota, sino sentido.
La educación emocional ya existe. Solo que no siempre la estamos mirando en el lugar correcto.
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