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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Banqueros que sorprenden

Aquellos que, desde ideologías distintas, engrandecieron a sus empresas y a sus accionistas con un estilo humanista

Josep Vilarasau en Barcelona.
Xavier Vidal-Folch

Las tormentas de la banca no son hoy existenciales, de solvencia y estabilidad, como en la crisis de los ochenta, que achicó la nómina de bancos relevantes de 50 a una docena. O en la de las cajas de ahorro, que entre 2008 y 2012 casi liquidó a este subsector, la mitad del sistema financiero ―salvo media docena―, y sin réquiem.

Son de exuberancia de beneficios, con las polémicas sobre su reparto y su fiscalidad especial. O de relación vertical con los consumidores: la inclusión de la tercera edad, las cláusulas abusivas… Y, de nuevo, de litigios por la concentración ―en un mercado nacional ya hipersaturado por escasas entidades―, receta hoy extemporánea de una época pasada, cuando tocaría la consolidación intraeuropea, como intenta el italiano Unicredit.

En esta fase de crecimiento inexplorado es útil la memoria de banqueros innovadores, justo de las firmas más expuestas a la escena mediática. Escojan, pero mis banqueros favoritos, en casi medio siglo de escribir estos temas, son los que, desde ideologías distintas, muchas veces conservadoras, engrandecieron a sus empresas y a sus accionistas: pero con estilo humanista.

Con tres rasgos comunes: rechazo a la idiosincrasia robótica unilateral de maximizar beneficios, ignorando la mejora del entorno económico-social; trayectoria profesional autoconstruida; interés cultural y respeto a la información, esa antigualla.

Uno es Josep Vilarasau, el refundador de La Caixa, autodefinido como “rabiosamente apolítico y radicalmente liberal”. Primer ejecutivo entre 1976 y 1990, la volteó de la grisura inercial franquista a primera caja europea (fusión con la de Barcelona), primer grupo financiero-industrial (Telefónica, Gas Natural, Aguas, Abertis), y segunda fundación cultural y social europea (quinta mundial). Su gran palanca: la tecnología. Pugnó por un diseño de cajero que imprimiese las operaciones en las libretas de su clientela de tercera edad. Creó el Museo de la Ciencia (Cosmocaixa). Gusta, discreto, de encerrarse con ópera belcantista, más que de fotografiarse en público.

Contemporáneo fue el presidente sabio del Banco de Bilbao, José Ángel Sánchez Asiaín (1974-1988). Catedrático de Hacienda en la Deusto jesuítica, aunque de origen nada sobrado, ilustró a la aristocracia financiera de Neguri para impulsar el primer banco moderno español. Fue líder de innovación tecnológica, introductor de las tarjetas de crédito y también pionero de los cajeros: aplicaciones de su revolucionaria distinción entre banca al mayor, con millones de operaciones sencillas, masiva y automatizada, y la de detalle, de negocios, “boutique”.

Asiaín, extecnócrata del régimen, pero no franquista, respiraba en democristiano, asesoró al banco del Vaticano. Su aportación clave a la banca española ―amén de la concentración cuando era necesaria, como demostró fusionándose con el Vizcaya e intentarlo con Banesto; y la europeización cuando estaba en mantillas―, fue su “pasión por el entorno”, subrayaba, con voz suave, risueña, convincente. Así, se consagró en adelantado del “balance social” del banco (detallando el impacto territorial y social de su actividad financiera) y de la responsabilidad corporativa.

Cierro con Joan Oliu, quien fue director general del Sabadell de 1977 a 1990. Bancario hecho a sí mismo desde 1939, expandió su entidad local (las otras fueron absorbidas) a Barcelona, aún como directivo medio, en 1970 ―“eso fue lo que más costó digerir a los accionistas”, confesaba―, y, como primer ejecutivo, a Madrid. Defendía con orgullo humilde la banca comercial de empresas: “nosotros descontamos letras” y desconfió de las superfinanzas.

Y de la política. Cuando Jordi Pujol quiso endilgarle su quebrada Banca Catalana se negó. “¿Cómo te zafaste?”, le preguntábamos los jóvenes periodistas. “Es que nuestra gente es aún de manguitos, y los vuestros son todos doctores”, le dijo; aunque “no conocían a los clientes de carne y hueso”, nos añadía. También apoyó la cultura local de una ciudad con una burguesía irónicamente satisfecha de poseer “una caja, un banco, un teatro de ópera (la Faràndula), y un puerto: Barcelona”.

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