Julio Rodríguez, psicólogo: “La infancia se ha domesticado, cuando debería ser territorio salvaje”
El biólogo genetista y divulgador científico publica ‘Jugar por jugar’, un libro en el que recuerda la importancia del juego para el desarrollo sano en la niñez. Pero no de cualquier forma, sino aquella libre del control y las normas de los adultos


A jugar no nos enseña nadie, no es una conducta aprendida, sino que se trata de uno los comportamientos naturales que forman parte del ser humano. Esta es la idea desde la que parte Julio Rodríguez (Panamá, 44 años), biólogo genetista, psicólogo y divulgador científico, en Jugar por jugar (Plataforma editorial, 2025), un libro en el que recoge lo que la biología, la psicología y la educación pueden contar del acto de jugar. Porque, como recuerda su autor, no es un simple entretenimiento, sino que el juego es la herramienta con la que los niños descifran el mundo, y es esencial para un desarrollo sano. Y no solo en la infancia, porque, según las páginas de este libro, también es un asunto vital a lo largo de la vida.
En un contexto en el que la infancia vive encapsulada en eternos quehaceres y actividades utilísimas, y en el que las pantallas roban las horas a niños y adultos, es urgente para Rodríguez recuperar el juego, la presencia y la lentitud. “No nos podemos relajar, tenemos que evitar que nos roben el tiempo y recuperarlo y transformarlo en auténtico, y para ello tenemos que guardar las pantallas en un cajón y jugar, conversar y pasar tiempo presencial con los que más queremos”, sostiene. Tras Prevenir el narcisismo (Plataforma Editorial, 2018) y Lo que dice la ciencia sobre educación y crianza (Plataforma Editorial, 2019), el psicólogo y genetista responde con fundamento a preguntas como qué es el juego, por qué jugamos o cómo podemos dejar a los niños jugar “de verdad”, alejándonos de la competitividad y el control. O lo que es lo mismo: invita con sus respuestas a convertirnos en activistas por el derecho al juego.
PREGUNTA. Abre el libro con un poema de Mar Benegas, titulado Lince, que empieza: “Hay que ser salvaje, / hay que ser libre”. ¿Cómo de linces libres pueden ser los niños y niñas?
RESPUESTA. La verdad es que hoy tienen pocas oportunidades de ser linces. La mayoría viven en entornos altamente controlados, con horarios apretados y organizados y supervisión constante. La libertad de moverse, explorar o aburrirse ha sido sustituida por actividades planificadas y estructuradas, pantallas y vigilancia. La infancia se ha domesticado, cuando debería ser territorio salvaje.
P. Plantea que la capacidad de jugar está presente en animales con un tamaño cerebral más grande, y que no es algo que se aprenda, sino que forma parte de comportamientos naturales. Es decir: que los niños juegan sin que se les enseñe.
R. Exactamente. De hecho, esa es la premisa germinal y nuclear del libro. A partir de ahí se desarrolla todo… El juego es un impulso natural, como respirar o moverse. No hace falta enseñarlo: surge solo si se dan las condiciones adecuadas. ¿Por qué? Porque es la mejor manera que encontró la evolución para que los cerebros aprendan muchas cosas que le son valiosas para la supervivencia. Los niños no necesitan instrucciones para jugar, necesitan tiempo, espacio, libertad y conexión con otros. Si no juegan, es porque algo externo lo está bloqueando.
P. Menciona que jugar es un derecho de la infancia, pero ¿se respeta?
R. En muchos casos, no. Aunque el jugar está reconocido como un derecho fundamental, no siempre se garantiza en la práctica. El sistema educativo, la cultura del rendimiento y la competitividad, la imposibilidad de conciliación de los padres y la falta de tiempo libre de los niños atentan contra este derecho. Muchas veces, el jugar se ve como algo opcional o rio, como una pérdida de tiempo, cuando en realidad es esencial para el desarrollo sano de la infancia.
P. ¿Por qué el cerebro del niño usa el juego para entender lo que ocurre en la realidad?
R. Porque el jugar es el modo que tiene el cerebro infantil para aprender. Ocurre lo mismo en las crías de otros animales. A través de él, los niños procesan emociones, exploran roles, experimentan sin miedo a equivocarse y construyen significados. No es un simple entretenimiento: es la herramienta con la que descifran el mundo, a su ritmo y desde una lógica que son capaces de entender.
P. ¿Cree que la sociedad es consciente del valor del juego en la infancia?
R. A medias. Se habla mucho del jugar, se reconoce su importancia, pero luego se le resta tiempo y espacio. Lo sustituimos por actividades dirigidas, por tecnología o por aprendizajes académicos precoces. Valorarlo de verdad implicaría priorizarlo en la vida diaria y protegerlo como un bien esencial.

P. ¿Qué es jugar de verdad?
R. Jugar de verdad es el jugar libre y desestructurado, el jugar como un fin en sí mismo, sin objetivos externos, sin que alguien supervise, corrija o evalúe. Es inventar, explorar, construir mundos propios desde la libertad. Es perderse en la actividad. Es lo contrario a cumplir una consigna o seguir instrucciones. El jugar de verdad, para un niño, es simplemente dar rienda suelta a su esencia, es existir.
P. ¿Qué impacto tiene la falta de juego en el desarrollo emocional y cognitivo de los niños?
R. Su ausencia repercute profundamente. Como dije antes, el jugar, para los niños, es existir. Si no juegan, pierden oportunidades de desarrollar la creatividad, la empatía, la autorregulación emocional y el pensamiento flexible. Que un cerebro no pueda realizar algo para lo que fue hecho genera ansiedad (como señal de alarma para avisarnos de que algo va mal), reduce su capacidad de aprendizaje, de concentración y atención y limita habilidades sociales básicas. Sin juego, el neurodesarrollo sano del niño está comprometido.
P. En el libro pone varios ejemplos de lo que es o no jugar. ¿Es difícil distinguir esto?
R. Sí, puede serlo, porque muchas actividades se presentan como juego, pero están dirigidas, estructuradas y con objetivos impuestos. Eso, desde el marco teórico en el que me encuentro, el que considero correcto y desde el que escribo, no es jugar. El ajedrez, por ejemplo, es un juego, pero no siempre es “jugar” en el sentido correcto del término. Existen reglas, existe competencia, existen restricciones, hay un objetivo que es derrotar al contrario. El objetivo no es el jugar en sí mismo. La clave está en si hay libertad, placer, espontaneidad, improvisación y falta de reglas. Si se juega para algo, quizá yo no es jugar.
P. ¿Qué papel debería tener el adulto en el juego de niños y niñas?
R. El adulto debería ser un facilitador y, por supuesto, nunca un director del juego (y menos aún evaluador o corrector). Los niños no cometen errores al jugar, no necesitan ser corregidos. Siempre lo hacen bien, de la manera que sea. Eso es algo que los adultos tenemos que integrar a fuego en nuestro cerebro. Su papel debería ser crear un entorno seguro, ofrecer materiales ricos y dar tiempo para que el juego ocurra. Puede observar, estar disponible e incluso participar si es invitado, pero sin controlar ni imponer normas. El juego pertenece a los niños. Y no es así. Los adultos corregimos sin haber nada que corregir. Les proponemos juegos con normas, actividades educativas disfrazadas de juego o juguetes con un solo uso. Les marcamos el camino y limitamos su creatividad. Ellos necesitan poder decidir a qué jugar, cómo y con quién, sin estar constantemente guiados.
P. ¿Qué pasa cuando un niño o una niña no muestra especial interés por el juego?
R. Puede ser una señal de alerta. A veces indica que hay algún problema psicológico o psiquiátrico, estrés, sobreestimulación, falta de vínculos o incluso trauma. También puede que no se le haya ofrecido el entorno adecuado.
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