¿El papa Francisco era de izquierdas o de derechas?
Quienes han visto excesos ideológicos en el Pontífice argentino quizá deberían plantearse si el exceso ideológico no está en su mirada


Escribía hace unos meses mi querido Julio Llorente una columna en la que exponía una tesis curiosa: que Francisco era el Papa de la ortodoxia. De él se ha destacado justo lo contrario, una supuesta heterodoxia que ha disgustado a conservadores e ilusionado a progresistas. Tanto en vida como a su muerte, no son pocos los que se han empeñado en adjudicarle al papa Francisco una ideología, como si la Iglesia no fuera 1.800 años anterior al estrecho esquema izquierda/derecha en el que muchos se empeñan en constreñirla.
Quien califica a Bergoglio de izquierdista, incluso de comunista, tendría que itir que sus predecesores y el propio Cristo lo fueron; que antes de El manifiesto comunista fue la Biblia y ”todo aquel de vosotros que no renuncie a todo lo que tiene no puede ser mi discípulo”, y “más fácil es que un camello pase por el ojo de la aguja que el que un rico entre al reino de Dios”, y “todos los creyentes (...) vendían sus posesiones y sus bienes y lo repartían entre todos de acuerdo a la necesidad de cada uno”.
En el sentido contrario, quienes alaban como algo insólito la defensa de la naturaleza del papa Francisco desconocen de quién tomó su nombre, y quienes se asombran porque dijera que es intolerable que los mercados gobiernen la suerte de los pueblos es que desconocen la doctrina social de la Iglesia. También están los que le afean que bueno, fue progresista pero no mucho. Que no toleró, por ejemplo, el aborto. Le acusan de no haber actualizado los dogmas de la Iglesia, como si la Iglesia fuera un iPhone, como dice el Pontífice de Sorrentino. Ignoran que la verdad ni se elige ni se actualiza. Y no se plantean que, como escribió Delibes, si lo progresista es estar con el débil, con el que no tiene voz y contra la violencia, probablemente lo progresista sea estar contra el aborto.
El caso es que el papa Francisco no era ni progresista ni conservador sino un hombre que se tomó en serio a Cristo. Eso le granjeó enemigos que no veían con buenos ojos que “se metiera en política”. Por eso algunos, como Abascal, lo llamaron despectivamente “ciudadano Bergoglio”, a la manera de Alberto Garzón con el Rey. Pero entonces deberían llamar “ciudadano Amós” al profeta por atacar “a los que acumulan rapiña y despojo en sus mansiones” o “ciudadano Jesús” a Cristo por echar a los mercaderes del templo. Quienes han visto excesos ideológicos en Francisco quizá deberían plantearse si el exceso ideológico no está en su mirada.
Pero han sido pocos y soberbios los que, como Milei, se han atrevido a humillar públicamente al Papa. Y muchos los que, desde el ateísmo e incluso el anticlericalismo, han sabido ver su luz. Ocurre lo mismo con Cristo: hasta los que no tienen fe intuyen la verdad en sus palabras. El gran mérito de Francisco ha sido saber encontrarlas. Hacer, a través de ellas, nuevo lo viejo.
Que hoy creyentes y ateos estemos llorando su pérdida es, sin duda, signo de esperanza, la virtud a la que le dedicó Francisco este año jubilar en el que nos ha dejado. Porque al mundo le gustaba el Papa, claro que sí. Le gustaba su humor argentino y su dialéctica jesuita, su espontaneidad y la explosión de caridad que llevaba allá donde iba, que le llevó incluso a confesar, en un hospital infantil, su gran duda teológica: por qué había niños enfermos. Pero lo que ha fascinado incluso a los descreídos no ha sido nada de eso. Porque no ha sido el papa Francisco el que ha deslumbrado con su ternura al mundo, sino Cristo a través de él.
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