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TRIBUNA
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8 y 9 de mayo. Memorias para después de una guerra

Cuando crece la extrema derecha, parece pertinente recordar la victoria sobre el nazismo con una dimensión europea que conmemore la reconquista de la democracia y los derechos humanos

Dia de la Victoria Rusia
Xosé M. Núñez Seixas

El 8 de mayo de 1945, el general Alfred Jodl firmaba la rendición incondicional de Alemania en el cuartel general aliado en Reims. Miles de personas salieron a la calle en Londres, París, Nueva York y otras ciudades a celebrarlo. Al día siguiente, y por exigencia de Stalin, la ceremonia se repitió en Berlín, en presencia del laureado mariscal Georgui Zhúkov y representantes del resto de países aliados. El Ejército Rojo había conquistado la capital del Reich, y la preeminencia simbólica debía ser suya. El orgulloso mariscal Wilhelm Keitel mostró su disgusto al ver a los ses en la mesa. Para los generales de la Wehrmacht durante décadas, sólo la superioridad en medios y hombres de soviéticos y norteamericanos les había derrotado.

Celebrar la victoria el 8 o el 9 de mayo se convirtió en un símbolo de la división entre Este y Oeste durante las décadas siguientes. En Occidente, durante la Guerra Fría, el 8 de mayo encarnaba la victoria contra el fascismo, alcanzada por los ejércitos aliados y las resistencias a los nazis. Un hito paralelo central sería el desembarco de Normandía. Se erigía en símbolo del nuevo consenso antifascista de posguerra, basado también en olvidos selectivos: el extendido fenómeno de la colaboración con los invasores nazis en Francia, los Países Bajos o Noruega, la colaboración de cuerpos auxiliares y policiales nacionales en la deportación de los judíos o la participación de miles de europeos occidentales en unidades voluntarias para luchar al lado del III Reich.

Para los vencidos, especialmente para la Alemania federal (re)fundada en 1949, se trataba de una fecha triste, en la que no había nada que celebrar. Hubo que esperar a 1985 para que un presidente alemán, Richard von Weizsäcker, recordase que Alemania había sido liberada el 8 de mayo del fascismo, en medio de la destrucción y el duelo causado por muchos de sus ciudadanos y sus gobernantes, y, por tanto, era una fecha para aprender del pasado. Italia, acomodada en el discurso antifascista, veía la victoria como suya: tras la destitución de Mussolini en julio de 1943 y la invasión alemana dos meses después, el mito de la resistencia contra el invasor borraba cualquier recuerdo y responsabilidad incómoda por las guerras de Mussolini.

En el bloque soviético, el 9 de mayo fue celebrado como el Día de la Victoria contra el fascismo, pero sobre todo, en el caso soviético, como la fecha en que la nación, la madre Rusia, había triunfado frente a un enemigo que la deseaba aniquilar como pueblo, sacrificando a sus mejores hijos para salvar Europa del fascismo. Con todo, Stalin temía que el recuerdo de la victoria empoderase al pueblo soviético, que había soportado privaciones sin fin, masacres y muerte a manos de los invasores, pero que también había padecido los crasos errores de su comandante en jefe y una brutal represión en la retaguardia. Desde 1947 la fecha dejó de ser un festivo laboral, y sólo tras la muerte del dictador, y especialmente desde la década de 1960, el 9 de mayo se convirtió de nuevo en fiesta nacional, que conmemoraba la victoria —no las víctimas, ni sus sufrimientos— de una nueva nación soviética, compuesta de varios pueblos, forjada en un gran pacto de sangre. El 9 de mayo de 1945 era preferido a octubre de 1917 como auténtica fecha fundacional de la nueva URSS, culminación de la oficialmente denominada Gran Guerra Patria. También se basaba en olvidos interesados, como la colaboración de amplios sectores de la sociedad soviética con los invasores, las víctimas del estalinismo, el pacto germano-soviético de 1939 o la ocupación de los países bálticos y Carelia. Si antes de 1964 los grandes memoriales dedicados al Ejército Rojo se habían construido en la Europa central y oriental liberada por él, ahora esos memoriales se extendieron a todo el territorio soviético, desde la columna Mámai en Volgogrado al Alyosha de Murmansk. Y las repúblicas populares celebraban el 9 de mayo junto a las fechas de la liberación oficial de sus países por el Ejército Rojo, invocando la paz con desfiles militares y culpando a Occidente de continuidad con el fascismo. Y más olvidos: la Armia Krajowa y el levantamiento de agosto de 1944 en Polonia, la participación en la invasión de la URSS de Eslovaquia, Hungría y Rumania, o las violaciones masivas cometidas por soldados del Ejército Rojo en Alemania oriental.

Acabada la Guerra Fría, y dividida la URSS en varios Estados sucesores, las desavenencias alrededor del 9 de mayo fueron la punta del iceberg de las disputas político-memorialísticas. El 9 de mayo era para muchos de ellos una fecha de duelo, que recordaba la sustitución de un ocupante por otro: así se evidenció en la celebración en Moscú del 50º aniversario de la victoria, en 1995. Ucrania y otros países pasaron a conmemorar el fin de la guerra el 8 de mayo y fijaron su comienzo en septiembre de 1939, en vez de restringirla a las fechas de la Gran Guerra Patria. A eso se unieron iniciativas inspiradas en las políticas del recuerdo occidentales, como las amapolas en las solapas instauradas en 2015.

En cambio, Rusia siguió apegada, tras las dudas iniciales del presidente Borís Yeltsin, a la legitimidad histórica del 9 de mayo, pues la victoria contra Hitler era y es considerada por la ciudadanía rusa, según las encuestas, como la gran gesta histórica del país durante el siglo XX, seguida por la conquista del espacio. Desde el comienzo de la era Putin, el 9 de mayo se ha convertido en un símbolo central de la estrategia memorialística de su régimen. Un gran desfile en presencia de veteranos de guerra engalanados con sus medallas, en el que ahora se permite el uso de la enseña soviética como bandera de la victoria, mientras que Volgogrado vuelve a llamarse Stalingrado por un día. Ya antes de la invasión de Ucrania, los discursos de Putin incidían en términos similares a los de la época de Breznev: el 9 de mayo como conmemoración de la victoria de un pueblo, el ruso/soviético —la URSS se recuerda con nostalgia— que ofrendó la vida de sus mejores hijos para defender su patria, y de paso salvar a Europa del fascismo. Un tributo de sangre que los ingratos occidentales y algunas antiguas repúblicas soviéticas olvidarían y vilipendiarían. Rusia seguía atenta y vigilante. Esos tonos se han recrudecido desde febrero de 2022, al compás del uso estratégico del término antifascismo por parte del Kremlin.

En tiempos de crecimiento de la extrema derecha, parece pertinente recordar el 8 de mayo con una dimensión europea que conmemore la reconquista de la democracia y los derechos humanos. Más allá de los aún débiles símbolos de la Unión Europea y de las conmemoraciones nacionales de la caída del fascismo o los regímenes colaboracionistas, como el 25 de abril en Italia, cuestionados ahora por los neofascistas 2.0, rememorar lo que supuso la derrota de los fascismos en todo el continente no puede ser sino un motivo de esperanza y alegría, y recordar que esa libertad sólo puede defendida en común, aprendiendo de los errores del pasado. Pues la historia no se repite, pero a veces rima.

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