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Columna
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El boato es lógico, pero también abusivo

El difunto papa Francisco me resultaba inquietante, me seducía moderadamente, me parecía un actor muy dotado, me divertía

Un momento de la llegada del féretro del papa Francisco a la Basílica de San Pedro el 23 de abril de 2025.
Carlos Boyero

No teniendo constancia, ni fe, ni pruebas de la existencia de ningún etéreo dios, ni de cielos o infiernos más allá de los que hayas gozado y padecido en la tierra, me cansa y me aburre que todo esté centrado exclusivamente desde bastantes jornadas en que el representante del Altísimo se haya largado al otro barrio. No creo que eso alborote la existencia de los masacrados habitantes de Ucrania y de Gaza. Y dentro de un rato va a celebrarse su funeral en el que estarán presentes todos o casi todos (me cuentan que Pedro Sánchez no va a ir) los que dirigen el tinglado en el planeta. Llorosos, irativos, emocionados o con expresión de circunstancias. El gran teatro precisa tantas veces de estos rituales de pompa y circunstancias.

Malvivir en un internado religioso durante parte de la infancia y de la adolescencia me curó para siempre de fiarme mínimamente de los servidores del creador de los hombres. Pero sí me provocó una grima a perpetuidad hacia sus ensotanados sacerdotes. Es un malestar psíquico que sigo percibiendo en tantos seglares que se dedican a la política. Son como curas, independientemente del disfraz ideológico que adopten en nombre de las conveniencias. Y ito que el difunto papa Francisco, ese señor con el que nunca estaba claro si iba o venía, era una persona muy inteligente, adaptándose al timón que hay que utilizar en tiempos convulsos para mantener el eterno y ancestral negocio, que desdeñaba la rigidez y las formas de tantos antepasados suyos, que poseía algo tan necesario como el sentido del humor y de la ironía, que se adaptaba irablemente al sí pero no y al no pero sí. Se ganó moderadamente a los progresistas (aunque hace un tiempo que ya no sé lo que significa eso) y perdió la confianza de la ortodoxia católica, de muchos feligreses de toda la vida. A mí me resultaba inquietante, me seducía moderadamente, me parecía un actor muy dotado, me divertía. Era sorprendente que se saltara con frecuencia el guion establecido, que improvisara con brillantez.

Parece ser que el universo entero está de luto. Ocurre cuando mueren los incontables padres de las patrias. Yo sólo guardo luto cuando se va la gente que he amado. O sea, amores que hicieron luminosa durante un tiempo la vida, amigos y amigas, las personas más entrañables de la familia que alguna vez tuve. Y también puede aparecer el llanto y el infinito agradecimiento cuando dejan de existir aquellas personas que con su arte me regalaron sensaciones impagables. O sea, haciendo películas, música, libros, creando esas cosas hermosas que alimentan al alma. Pero no puedo estremecerme con la desaparición de políticos o representantes terrenales de las alturas celestiales. Ojalá que poseyera inquebrantables creencias en el más allá y en el más acá. Sería consolador, pero no hay manera.

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Carlos Boyero
Crítico de cine y columnista en EL PAÍS.
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